La década trágica de Fukushima Dai-ichi y Dai-ni

El 11 de marzo se cumplen 10 años del Gran Terremoto del Este de Japón que provocó también la triple fusión del núcleo en la central nuclear de Fukushima Dai-ichi. Como miembro de la redacción de nippon.com, en septiembre me ofrecieron la oportunidad de acompañar a una redactora y a un fotógrafo en una visita la central. ¿La razón? No soy un especialista en cuestiones relacionadas con la energía ni con la prevención de desastres, pero en plena pandemia y con una oficina casi vacía debido a la implantación del teletrabajo (algo que hicimos en 2016), yo era el único editor de la sección multilingüe accesible en esos momentos. No me costó mucho decidirme. Acepté inmediatamente.

Debo aclarar que antes de la pandemia las visitas de grupos nacionales e internacionales a Fukushima Dai-ichi eran frecuentes. Aunque desde la distancia el miedo a la radiactividad puede sugerir que la central sigue siendo un lugar prácticamente inaccesible, lo cierto es que miles de personas la han visitado para aprender más sobre la prevención y gestión de accidentes nucleares. Las visitas guiadas formaban parte de la rutina de la central hasta que la amenaza del coronavirus llegó a nuestras vidas. En el sitio trabajan además a diario alrededor de 5.000 personas contratadas por TEPCO y por otras muchas empresas que cooperan con la limpieza y el desmantelamiento de las instalaciones. Sin embargo, la conciencia de ese miedo latente me impide contar a nadie, y menos a mi familia, que tengo planeado visitar la central.

Nos alojamos en J-Village, en el distrito de Futaba del pueblo de Naraha de Fukushima, a unos pocos kilómetros de la central nuclear y en el borde de la llamada «zona de exclusión». Desde este lugar se esperaba que partiese la antorcha olímpica que encendería el pebetero de los Juegos Olímpicos de Tokio en 2020, que tuvieron que ser aplazados a causa de la amenaza de la COVID-19. En las carreteras de Futaba se puede ver un trasiego de camiones y otros vehículos que trabajan en las obras de reconstrucción y elevación del terreno. Hoy desde la carretera es difícil ver la costa y entre los terrenos llenos de maleza hay también relucientes edificios nuevos y solares terraplenados rodeados por carreteras sin mácula.

En Ōkuma, la localidad en la que se encuentra la centra de Fukushima Dai-ichi al norte de Naraha cruzando Tomioka, solo se permite el paso a vehículos con permisos puntuales (nuestro caso) o a las personas que trabajan en el desmantelamiento y la limpieza. Se pueden cruzar algunas zonas, pero hay una fuerte vigilancia y no permiten que nadie se detenga.

Nosotros fuimos desde J-Village al Centro de Documentación sobre el Desmantelamiento, en Tomioka, y de ahí en un autobús viejo hasta la central. Por el camino fue muy interesante ver edificios que quedaron, salvo por el deterioro natural, congelados en el tiempo: un supermercado, un salón recreativo, una tienda de ropa, innumerables viviendas… La naturaleza crece salvaje y lo cubre casi todo, y el sol casi ha robado el color a mucha de la cartelería de la zona.

Dentro de la central hay un estricto código de seguridad. Solo permiten tomar fotos a nuestro fotógrafo, y todas las imágenes serán revisadas antes de que salgamos de allí. En la entrada registran nuestros datos y nos entregan una tarjeta con la que pasamos varios controles, así como un escáner antes de acceder a la zona de trabajo. En la puerta varias personas se encargan de la seguridad y hay bastante ajetreo.

Antes de comenzar la visita por la central nos llevan a una sala en la que nos sentamos por turnos en una enorme máquina metálica: un monitor para comprobar la radiación que llevábamos encima. La operación se repetirá una vez finalizada la visita. También nos conducen a un piso superior desde el que, antes de ofrecernos una charla explicativa y ponernos un vídeo, podemos disfrutar de una vista desde las alturas de casi toda la central. Desde allí vemos por primera vez el extenso campo de depósitos de agua tratada.

La gente de TEPCO nos lleva más tarde por unos pasillos hasta llegar a una sala enorme en la que los trabajadores recogen sus tarjetas y otros enseres. Pasamos otro torno y llegamos a una sala en la que nos sentamos para recibir información antes del inicio de la visita. Allí nos descalzamos y nos ponemos la protección que llevaremos durante gran parte del recorrido. Tres pares de calcetines azules, unos guantes, una mascarilla, un casco y un chaleco en el que nos colocan paquetes de gel refrigerante (el calor aún aprieta en septiembre) y un pequeño contador Geiger que metemos en un bolsillo en el pecho.

Parte de la protección necesaria para acceder a la central expuesta en el Centro de Documentación sobre el Desmantelamiento, en Tomioka.

Volvemos a cruzar la sala por la que pasamos anteriormente y recorremos un largo pasillo en el que los trabajadores colocan en estantes sus zapatos hasta llegar a una caseta donde hay más material de protección. Allí nos ponemos unas botas negras de goma antes de salir al exterior.

DISTINTA PROTECCIÓN EN CADA ZONA

Dentro de la central hay tres tipos de zonas: la verde (G Zone), la amarilla (Y Zone) y la roja (R Zone). El nivel de protección que debes llevar es distinto en cada una de ellas. Un 96 % de la central está clasificada como G Zone y en ella se recomienda la protección estándar.

Dentro de la Y Zone están instalaciones como la de procesamiento de líquidos avanzado (ALPS), donde se elimina del agua utilizada para la refrigeración de los reactores el cesio y parte del estroncio (aunque no el tritio) para luego almacenarla en depósitos. Aquí se debe llevar un nivel de protección mayor: un mono que cubre todo el cuerpo, una mascarilla que cubre la cara, un casco, varias capas de guantes y unas botas amarillas distintas a las que se llevan en la zona verde.

La R Zone son básicamente los reactores y sus alrededores. Aquí, además de la protección obligatoria para la Y Zone, debe llevarse un «anorak» por encima como protección ante la radiación. Obviamente, nosotros solo accedemos a la G Zone y a la Y Zone.

Los distintos tipos de protección necesarios para trabajar en Fukushima Dai-ichi expuestos en el Centro de Documentación sobre el  Desmantelamiento.

Ya con la primera capa de protección, salimos a los terrenos de la central y nos llevan en autobús hasta nuestro primer destino: una plataforma en un lugar elevado desde la que se pueden ver los cuatro reactores de la central.

La plataforma se sitúa a unos 100 metros de los reactores 1 y 2. Sorprende verlos a tan poca distancia. Nuestro contador geiger anuncia una subida de los niveles de radiación en este punto por primera vez, pero nada de lo que preocuparse. Desde lo alto se puede ver una gigantesca grúa que es manejada de forma remota cerca del reactor número 1. Aún hay muchos escombros y mucho metal retorcido que no ha podido ser retirado. La violencia de las explosiones de hidrógeno que se produjo durante el accidente se puede sentir en el paisaje.

Tomar fotos del conjunto es complicado. Nuestro fotógrafo recibe indicaciones de qué partes pueden salir y cuáles no. Hay que evitar sacar, por motivos de seguridad, zonas de acceso a los reactores. En el fondo se puede observar un trozo de mar.

Por el camino charlo con uno de los trabajadores que nos guían por la central, que muestra curiosidad sobre mi impresión al ver los reactores. Quiere conocer dónde estaba yo el día del Gran Terremoto del Este de Japón y mis pensamientos sobre la crisis de Fukushima. También me pregunta por qué decidí venir a Japón un año después del desastre.

EL PROBLEMA DEL AGUA

El siguiente destino de la visita son las instalaciones de ALPS. Aquí el agua contaminada es mezclada con sustancias químicas que permiten que las sustancias radiactivas puedan ser absorbidas por varias torres. Las sustancias radiactivas no se pueden eliminar del todo, por lo que el agua tratada cuenta con estroncio a bajos niveles y tritio.

Aquí nos ponemos la protección necesaria para la Y Zone. Trabajar dentro de ALPS es difícil. Caminamos por una pasarela metálica estrecha. La mayoría del espacio está ocupado por las 18 torres de absorción y las tuberías. Si no te colocas bien tu máscara se te puede empañar por dentro y no verás nada (hablo desde la experiencia). Aquí nos explican cómo funcionan estas instalaciones.

El agua resultante, cuya cantidad de sustancias radiactivas está dentro de unos niveles que permitirían su liberación a la naturaleza según la legislación japonesa, se almacena en unos enormes tanques de acero de unos 10 metros de altura que ocupan buena parte del terreno. Una vez salimos de ALPS, donde apenas hemos estado unos minutos, nos llevan a ver esos tanques.

Los tanques, separados apenas un metro unos de otros, están interconectados y cuentan con un sistema que permite detectar rápidamente si se está produciendo una fuga en alguno de ellos, de tal manera que se pueda aislar y solucionar. Se calcula que en verano de 2022, al ritmo con el que se produce agua ahora (1 tanque por semana), ya no habrá más espacio para construir depósitos y almacenar agua. Este es uno de los más acuciantes. Hasta 2018 se especuló con varias medidas para liberar el agua con tritio o almacenarla por largo tiempo: evaporarla de forma controlada, enterrar los tanques en la corteza terrestre o sepultarlos en cemento.

No obstante, se descubrió la presencia, aunque en cantidades bajas, de estroncio-90, un isótopo radiactivo que se acumula en los huesos. Ahora la opción más realista es, para el Gobierno, liberar ese agua al mar de forma controlada.

Antes de regresar nos llevan a una zona, en el exterior, en la que tienen preparada una mesa con un contador Geiger, un tarro con agua y un envase de plástico con unas pequeñas bolas en su interior. Aquí quieren mostrarnos el nivel de radiactividad del agua tratada en ALPS y almacenada. El agua del tarro es completamente transparente. Al pasar el contador Geiger (un ALOKA y survey meter TCS-172) da un rango de 1 µSv/h. El tupper con bolas de radón, un producto que se utiliza, por ejemplo, en las sales de baño, da un rango de 3 µSv/h.

A pesar de los controles y de que varios estudios, entre ellos de la OMS, indican que los niveles de radiación en los ejemplares capturados en la zona FAO 61 (Pacífico norte) no suponen un peligro para la salud, hay una natural preocupación entre las personas que trabajan en el mar. En Tōhoku continúan luchando contra el estigma de Fukushima. Después de diez años de trabajo para volver a recuperar la confianza de los consumidores, la liberación en el Pacífico de agua tratada en la central podría hacer que todos los esfuerzos del sector hayan sido en vano.

EL LEJANO FUTURO DE FUKUSHIMA DAI-ICHI

Hablemos de plazos. La hoja de ruta para el desmantelamiento se divide, grosso modo, en tres fases a partir de la estabilización de la situación tras el accidente, cuando el Gobierno anunció que los reactores estaban en «condiciones de parada fría» en diciembre de 2012.

En la primera fase se retiró el combustible gastado de las piscinas de los reactores 4 y 3, en los que el acceso era más sencillo. El 28 de febrero de 2021 se anunció la finalización de las tareas de retirada del combustible gastado de la piscina del reactor número 3.

En la fase dos, que se calcula que se extenderá una década (aunque posiblemente más), se retirará el combustible nuclear fundido de los reactores, pero para ello antes será necesario concluir la construcción del «sarcófago» que cubrirá el reactor número 1, cuya fecha de finalización está prevista para 2023.

Hay otros plazos: entre 2027 y 2028 esperan comenzar a retirar el combustible nuclear del reactor número 1. El del reactor número 2, entre 2024 y 2026. Para 2031 esperan haber terminado de retirar todo el combustible de los seis reactores de la central.

Es decir, se calcula que hasta el final del desmantelamiento de la central (fase 3) pasarán entre 30 y 40 años desde que se consideró que la Fukushia Dai-ichi estaba en «condiciones de parada fría» en 2012. Muchos de nosotros no veremos ese final.

LOS HÉROES DE FUKUSHIMA DAI-NI

Tuvimos también la oportunidad de visitar la central de Fukushima Dai-ni, una gran olvidada hoy, en la que entrevistamos a varias personas que vivieron la crisis desde dentro. Allí pudimos sentir que el 11 de marzo de 2011 a Japón le faltó muy poco para vivir dos crisis nucleares.

Fukushima Dai-ni se encuentra al sur de la central de Fukushima Dai-ichi, a unos 30 km por carretera. El tsunami afectó al suministro eléctrico y a varios edificios de la central. Las bombas de circulación de agua para enfriar los reactores 3 y 4 quedaron medio sumergidas.

Inmediatamente después del desastre, solo una de las cuatro líneas externas (dos de Tomioka y dos de Iwaido) desde las que la central recibe suministro eléctrico seguía operativa. Varias instalaciones importantes para enfriar los reactores habían quedado afectadas por el tsunami. Justo después del temblor descubrieron además que un trabajador había perdido la vida al caer de una torre. Con el desastre todavía presente, los empleados de la central comenzaron una jornada contrarreloj conscientes al mismo tiempo de lo que ocurría en Fukushima Dai-ichi.

La esperanza de Fukushima Dai-ni llegó gracias a una estación eléctrica diésel cercana que había soportado el desastre. Desde allí podrían tirar un pesado cable durante varios kilómetros para reconfigurar la red eléctrica entre los edificios. Pero no sería sencillo. Se necesitaba cable para restaurar el suministro y tuvieron que traerlo desde el exterior en helicóptero. Un campo de béisbol cercano sería el helipuerto. En la noche las luces de 20 vehículos privados de los trabajadores fueron utilizadas para guiar al piloto hasta el campo de béisbol, del que además tuvieron que retirar a toda velocidad una valla metálica.

El cable utilizado era en realidad tres cables de entre 2 y 3 centímetros de grosor trenzados en una línea. 200 metros de este cable pesaban alrededor de una tonelada. Este cable tuvo que ser transportado desde el helipuerto en camiones por carreteras afectadas por el desastre y llenas de escombros, y entre las constantes réplicas.

Entre los días 12 y 13 de marzo los trabajadores de la central fueron capaces de tender unos 9 km de cable de forma manual, una tarea para la que normalmente se requiere maquinaria. Pero había otros obstáculos. En el momento del desastre solo estaba presente en el lugar una persona capacitada para conectar el pesado cable en los distintos tramos.

Además, para enfriar el reactor número 1 las Fuerzas de Autodefensa tuvieron que traer un motor desde la prefectura de Mie en avión. Para enfriar el reactor número 4 también hubo que traer un motor de la central nuclear de Kashiwazaki-Kariwa por tierra. La puerta de acceso para colocar el motor tuvo que ser destruida porque había quedado dañada por el tsunami y era imposible abrirla sin más.

Afortunadamente, después de una jornada agotadora y traumática, el 12 de marzo pudieron confirmar que los reactores ya estaban en parada fría. En Fukushima Dai-ni habían evitado con el esfuerzo colectivo, sin apenas tomar un respiro durante dos días, un desastre mucho mayor.

Hoy en Fukushima Dai-ni no se observa el ajetreo que se puede ver en Fukushima Dai-ichi. El lugar está casi vacío. Se ha reforzado la seguridad y arreglado todo lo necesario, aunque aún se pueden contemplar las marcas del tsunami. Uno de los trabajadores me enseña fotos del día después del desastre. Delante de una rejilla del edificio de uno de los generadores diésel de emergencia se ve el cadáver de un tiburón pequeño que el tsunami dejó a su paso.

Desde entonces los reactores se mantienen en parada fría. Se ha reforzado la seguridad para garantizar que no se pierde el suministro eléctrico en caso de desastre. En lo alto de una colina hay varios camiones con generadores diésel del tamaño de una turbina de avión. Esos generadores son el último recurso en caso de que todo lo demás falle.

Sin duda hoy están mejor preparados que hace 10 años para hacer frente a una crisis similar. Se han aprendido muchas lecciones de la tragedia, aunque no puedo evitar pensar que los trabajadores de Fukushima Dai-ni no han recibido el suficiente reconocimiento al esfuerzo con el que evitaron un mal mayor en una jornada en la que casi todo el país estaba paralizado ante la tragedia.

Algunos de los empleados de la central confiesan que es una lástima que Fukushima Dai-ni no vuelva a ser reactivada. Parece que en el horizonte está el desmantelamiento. En la sala de reuniones exponen una muestra del cable pesado que ayudó a evitar la catástrofe.

Fukushima Dai-ichi y Fukushima Dai-ni seguirán siendo durante muchos años un recordatorio de la importancia de la prevención y de las medidas de seguridad ante los desastres naturales. De que debemos pensar más allá de lo que creemos suficiente a la hora de prepararnos ante las fuerzas de la naturaleza. Y también de que aún hay personas anónimas que acuden a diario al lugar de la tragedia para garantizar que otras personas puedan volver a vivir en esos kilómetros de costa del Pacífico en las próximas décadas.  

La década trágica de Fukushima Dai-ichi y Dai-ni

Un sueño sobre raíles para Andalucía


Desde hace años sueño con un servicio ferroviario que conecte las provincias de Andalucía, y eso que ya no vivo en la comunidad autónoma que me vio nacer. Pienso que podría tener una línea con tres tipos de ferrocarril: local, semi-exprés y exprés especial, al igual que muchas líneas en Japón; y podría estar organizado además en dos ramales, norte y sur: de Huelva a Sevilla, y de la capital andaluza a Córdoba, Jaén y Granada por el norte, y a Cádiz, Málaga, Granada y Almería por el sur, pasando por algunos de los pueblos más habitados. No puedo imaginar si nos saldrían las cuentas al principio, pero quiero creer que habría alguna forma de convertirlo en un elemento transformador de Andalucía y, cómo no, en una importante fuente de ingresos.

El tren sigue siendo uno de los medios de transporte más respetuosos con el entorno. Es cierto que no es perfecto. Su impacto en el medioambiente ha sido estudiado, pero sigue siendo una de las mejores alternativas. Una red ferroviaria trazada con cuidado e inteligencia, salvando los obstáculos que se nos presentarían por el camino, reduciría mucho la dependencia del vehículo particular, algo que sigue siendo habitual en el sur. 

Tener un coche sería un gasto innecesario para muchos si se facilitara el transporte asequible en tren entre las principales ciudades y pueblos de las provincias. Para moverse dentro de la ciudad: bicicleta, autobús o taxi. Tener un auto se convertiría en una opción personal y no en una necesidad. Quiero creer que hay quien preferiría no tener que gastar sus ingresos en gasolina (o en electricidad, cuando toque), ni en un seguro, una plaza de garaje, un parquímetro o la revisión del taller cuando suena algo raro en el motor.  

Con el tiempo se haría notar un cambio en las ciudades: menos vehículos aparcados en la calle, más espacio para el peatón, mejor calidad del aire, menor ruido procedente del tráfico motorizado, una reducción de los accidentes de tránsito… 

Parte de la electricidad necesaria para el ferrocarril y sus instalaciones se podría generar con energía solar fotovoltaica a lo largo de los tramos y en las propias estaciones. Las ciudades andaluzas aparecen a menudo en las clasificaciones de lugares con más horas de sol al año en Europa. Quién sabe, tal vez hasta se podrían obtener ingresos de la venta de los excedentes. 

Y creo que ayudaría a mejorar la accesibilidad a la cantidad de pueblos maravillosos que hay en la montaña y en la costa andaluza. Unas zonas que podrían beneficiarse de un aumento del turismo local, nacional e internacional. Siempre que sea turismo de calidad, claro.

No debemos subestimar tampoco el poder de las propias estaciones de tren. En Japón construyen auténticos complejos de ocio con hoteles, centros comerciales, centros cívicos, oficinas postales y hasta oficinas de los gobiernos locales. Esto ocurre porque las empresas ferroviarias son privadas, o bien gracias a la colaboración público-privada a la hora de desarrollar infraestructuras. Por desgracia, creo que en España, y en concreto en Andalucía, no contamos hoy en día con corporaciones con el poder suficiente para llevar a cabo proyectos a gran escala que beneficien a todas las partes. 

Dicho sea de paso, en localidades más pequeñas no hay complejos tan grandes, pero lejos de convertir las estaciones en meras zonas de paso, en no-lugares encerrados en edificios sin identidad, son espacios donde se promociona la localidad y sus productos, puntos de encuentro vecinales.

Algo parecido ocurre con las áreas de servicio de las autopistas. Se han convertido en reclamos turísticos en sí mismas. En algunas hay hasta museos, aguas termales, supermercados con productos exclusivos del lugar, etc. Todo esto suma a la hora de disfrutar de la experiencia de viajar. No transitas del punto A al punto B partiendo de una estructura de hormigón vacía y llegando a otra.

Esta forma de entender el transporte ferroviario y sus elementos, además de contribuir a promocionar los pueblos, ayuda a ponerlos en el mapa. Es una necesidad. Atraer el turismo a estos lugares es atraer usuarios para este medio de transporte, y en el mismo tren viajan la generación de empleo y el aumento de los ingresos para esas zonas que no disfrutan de la atención especial que suelen recibir las capitales de provincia. No es una cura contra la excesiva centralización, pero sí un bálsamo contra el olvido y el abandono.

Es evidente que el modelo japonés también sufre sus males. A pesar de que las empresas ferroviarias son hoy grandes conglomerados de negocios, también han atravesado varias crisis y se han visto obligadas a cerrar estaciones en zonas remotas. El tren no puede tirar por sí solo del desarrollo de Andalucía, pero sí puede ser una de las puntas de lanza si la estrategia para su desarrollo tiene en cuenta varios frentes.

Pero pasan los años y de mi añorada tierra, Huelva, pocas noticias llegan sobre la mejora siquiera del transporte en autobús con Sevilla y Cádiz, menos aún del tren, salvo una estación inacabada y vacía de atractivos, con los mismos trenes escasos y madrugadores con destino a Madrid.

Un sueño sobre raíles para Andalucía

Una gramática de Tokio

El siguiente artículo tiene más de ejercicio literario que de apunte científico. De hecho, cualquier parecido con la ciencia es una mera plataforma para pensar sobre la ciudad japonesa.

Una gramática de Tokio

El lenguaje es uno de los más grandes y misteriosos avances de la cultura humana. No sabemos a ciencia cierta cuándo ni en qué condiciones surgió para continuar desarrollándose hasta llegar a su forma contemporánea, la cual tampoco dudamos que continúa evolucionando. Desde un punto de vista cultural, existe la problemática de determinar en qué momento los antecesores del homo sapiens sapiens pudieron vocalizar la primera palabra, o construir la primera oración. Desde el punto de vista científico, o más concretamente, genético, sí se ha teorizado sobre el gen responsable del desarrollo de nuestro lenguaje, y por lo tanto de un modo “gramatical” de pensar.

La ciencia nos dice, a día de hoy, que el gen FOXP2 humano es el responsable del desarrollo de la coherencia gramatical, es decir, que entre muchas otras posibles funciones, nos ayuda a distinguir tiempo, modo, número y persona. En definitiva, nos ayuda a comprender una realidad encajándola en un sistema. A sistematizar (ordenar en un sistema) la realidad que se percibe a través de los sentidos, y, cómo no, a comprender y a comunicar. Es el gen que nos permite controlar y manipular (en el buen sentido y en el malo) la información.

Es inevitable recordar, desde el punto de vista del estudio urbanístico de Tokio, el libro que Roland Barthes, el semiólogo francés, dedica a esta ciudad. En El imperio de los signos, Barthes se asoma a la ciudad japonesa desde su escritura, fascinado por los trazos que componen los caracteres de un lenguaje que desconoce. Su manifiesto desconocimiento de la lengua, explica, no supone para él un obstáculo, muy al contrario le conduce a un oasis de protección frente a los dictados de su lengua materna. De este modo, el semiólogo parece advertir que la ciudad japonesa, como su lengua, escapa al modelo racional occidental, que reconoce como un sistema más y no por ello mayor ni mejor, y que condiciona la estructura concéntrica de la ciudad americana y europea.

Tokio, destaca Barthes, es una gran metrópolis cuyo centro está vacío y desvía las aglomeraciones. La ciudad, se sorprende, no sigue un orden nominativo, y contrariamente a lo que se podría pensar como lógico, los japoneses construyen la imagen de su ciudad en base a sensaciones y señales, siendo necesario dibujar secciones de la misma para explicar una dirección. En el imperio del trazo esta es la lógica.  La ciudad es un texto, o un conjunto de textos.

Esta visión semiótica de Tokio choca, no obstante, con la idea de una metrópolis (o megalópolis en proceso) con un centro que es plural y no geométrico. Así pues tenemos un centro político, Kasumigaseki; un centro económico, Marunouchi (que por cierto, pertenece en casi su totalidad al imperio de Mitsubishi); y un centro comercial, Ginza. Tokio es un gran sistema que, como el idioma japonés, nos puede parecer lógico si lo desconocemos, caótico si no llegamos a comprender sus fundamentos, y complejo si aceptamos la imponente dificultad de llegar a dominarlo.

Es extraño llegar a conocer a un japonés que haya alcanzado el dominio completo de su lengua. Entiéndase esto como el conocimiento de todos los signos que la componen, de todos los kanji. Conocerlos no es una meta imposible, aunque sí bastante improbable. Asimismo el conocimiento de la ciudad japonesa requiere la experiencia diaria, y aún así llegar a conocer su forma se nos antoja una quimera.


El arquitecto japonés Itō Toyoo destacaba, a su llegada al aeropuerto de Narita, que a medida que se introducía en la ciudad por una de sus arterias era incapaz de distinguir o imaginar forma alguna.

En medio de la sucesión de paisajes anodinos, uno se encuentra dentro de la ciudad de Tokio, sin haber experimentado ninguna impresión o estímulo. Es decir, uno se encuentra envuelto por el macrocuerpo, la metrópoli, sin haber percibido claramente su fisonomía ni tampoco haber tenido una impresión intuitiva. […] Creo que los extranjeros que visitan Tokio por primera vez comparten esta sensación incierta de estar inmersos en un pantano sin fondo. Una ciudad sin contornos, en donde penetra uno sin darse cuenta, como en un laberinto.

No es el único que reconoce Tokio como un elemento vivo e infinitamente complejo, como la lengua japonesa. Yoshinobu Ashihara habló del orden oculto de la metrópolis, una ciudad que era “como una ameba”, o que reflejaba un “orden fractal”.

Las ciudades que, como Tokio, parecen desordenadas, tienen relación con la convergencia de elementos heterogéneos y generados espontáneamente. No están ideadas desde un comienzo para ser tal como son, sino que, más bien se desarrollan por el azar. Esta aleatoriedad es la raíz de la identidad de Tokio […] aquí está la «belleza del caos», una corriente estética de relevancia para el siglo XXI.

Asimismo, Ichikawa Hirō observó que Tokio es una ciudad “flexible”. En 2008 la NHK ofrecía a los japoneses una serie documental donde se estudiaba la capital nipona dentro de un conjunto de “ciudades en ebullición”, y hablaba de Tokyo Monster. Un monstruo que, por cierto, desde hace décadas se enfrenta a constantes proyectos de revitalización y amenazas a su poderosa hegemonía.

¿Es posible conocer algo que siempre cambia? Posiblemente esta tarea sea difícil, pero sí podemos hacer un esfuerzo por comprender el sistema, o si queremos la gramática, que fundamenta ese algo.

El gen FOXP2 puede no sólo ser el responsable del lenguaje en sí, sino del mecanismo que ha favorecido el sistema que subyace al mismo. Del mismo modo, la ciudad, como sistema, como conjunto de signos y manifestación coherente de un conjunto de formas de habitar, es el producto del modo de pensar que este gen ha otorgado al ser humano. Parece razonable pensar que así como el lenguaje no ha podido existir sin comunidad, y que la comunidad ha debido ser el cobijo del lenguaje, los asentamientos humanos han sido producto del pensamiento gramatical de esta misma comunidad. O si lo preferimos, un sistema de habitar precedido por un sistema de comunicar.

Una gramática de Tokio

Kabukichō, la luz y la carne

Si entras aquí, abandona toda esperanza.

Desde que regresé a Japón en 2012 mi vida ha girado bastante en torno al infame barrio de Kabukichō, lugar de ocio adulto, de zonas grises, de locales de dudoso gusto, chavales con pintas y muchachas casquivanas, melopeas incipientes y consumadas, y sus consecuentes mañanas de remordimientos.

Desde octubre de 2012 viví durante una temporada en una casa compartida en Kita-Shinjuku, y acudía cada mañana caminando a la escuela en la que entonces estudiaba, cruzando este barrio bien temprano. El olor de la basura de la noche y el cuadro que ofrecían algunos trasnochadores trajeados me hablaban bastante del tipo de lugar que estaba cruzando. Alguna noche volvía pasando por el mismo barrio, observando una imagen muy distinta, más colorida y animada, llena de cantos de sirena. No es algo que hiciese frecuentemente, porque pasear o simplemente cruzar por allí es hasta cierto punto irritante si uno va sin un objetivo concreto, y peligroso si uno es de moral relajada y cartera famélica.

Cuando cambié de trabajo y de hogar pude al fin comenzar a hacer algo de ejercicio, y la casualidad quiso que encontrase un gimnasio en, efectivamente, Kabukichō, por lo que semanalmente vuelvo al lugar una y otra vez. Es hoy una especie de inmundicia, con respeto, a la que le tengo cierto cariño. Algunos tokiotas nacidos en la década de 1960 todavía conocieron el lugar cuando era relativamente decente, y no el planeta sórdido, extraño y pintoresco que es hoy, un barrio al que Pasolini le habría puesto un monumento y Bigas Luna le habría compuesto un pasodoble.

Había pensado compartir unas pequeñas escenas pintorescas que suelo encontrarme en el lugar, así que aquí van.

Anuncios de luz ambulantes

Cualquiera que haya ido a Shinjuku habrá visto estos camiones con anuncios luminosos en los que un par de señoritas, teléfono en mano, sonríen y muestran el símbolo del yen en sus pupilas. Como estos hay otros que anuncian locales de hostess o bares. En Kabukichō y otras zonas de este estilo hay locales en cuya entrada destaca una cortinilla que prohíbe el acceso a menores de 18 años y un cartel que reza “guía gratuita”. En ellos las personas que buscan algo en el mercado de la carne, y no me refiero al buey de Kobe, pueden encontrar una lista de locales y el número de contacto de señoritas que, habiendo llegado a un acuerdo con, cómo no, uno de estos proxenetas o alguna mama-san (señoras que llevan algunos bares), se han introducido en este negocio. Los grandes camiones que tienen el dibujo de las muchachas con el símbolo del yen en su pupila sirven a este propósito. Anuncian una vía de entrada a la fábrica de dinero de Kabukichō.

Los amos del bottakuri

Pasada la época de la estafa telefónica gracias a la avanzadilla de las nuevas tecnologías entre las personas mayores y a la campaña de información de la policía, los amigos de lo ajeno se han fijado ahora en los salaryman que tienen debilidad por las hostess, unas muchachas vestidas como si cada día fuese una boda gitana y que beben con los clientes en algunos locales y se dejan magrear con límites hasta que el que se ha convertido en parroquiano del lugar ha gastado una cantidad de dinero lo suficientemente grande como para cantar gol.

En estos locales los primos y primerizos suelen entrar confiados por las sugerentes palabras de un captador en el exterior del local. El sistema es por hora y el cubata se paga a precio de Dom Pérignon, lo que ha dado vía libre a algunos propietarios para extorsionar a clientes abultando la factura hasta límites insospechados, incluidos los extranjeros incautos. Esto se conoce como bottakuri. Una de las advertencias a los extranjeros que tengan el mal gusto de acudir a estos locales es que jamás paguen con tarjeta (te cobrarán lo que quieran). La policía está comenzando a actuar en algunos casos señalados, pero en la mayoría hace oídos sordos e ignora a los afectados. Más de una vez he presenciado en la estación de policía (kōban) que hay junto a mi gimnasio a un chaval trajeado de aspecto violento amenazar a uno o dos hombres con denunciarles si no pagaban una factura. En una ocasión hasta escuché cómo, delante de una agente que no se inmutaba, un tipo amenazaba con soltar al “abogado del bar”.

Ahora parece que con los Juegos Olímpicos de Tokio 2020 en el horizonte el Gobierno metropolitano se ha propuesto limpiar Kabukichō. El enorme Hotel Gracery, un edificio oscuro e imponente, destaca en medio del luminoso caos del lugar, e incluso se ha encargado de editar una guía con locales seguros de la zona. La policía detiene también con frecuencia a propietarios que estafan a sus clientes, y los medios le dan importancia a estos casos en lo que parece el preludio de un movimiento orquestado para cambiar radicalmente la imagen del lugar. Las salas de cine de la compañía Toho coronadas por una enorme cabeza de Godzilla que comparten con el hotel también están ayudando a traer a otro tipo de clientela al lugar.

En el local de la izquierda el cartel reza En el local de la izquierda el cartel reza «información gratuita».

Aquí se viene a lo que se viene

¿Quién dijo que los japoneses pasan del sexo? Si algo nos enseña Kabukichō es que el japonés estándar es putañero, como se dice en la piel de toro. Cualquiera que haya cruzado Kabukichō habrá sentido en el cogote el aliento de los atrapaclientes que te insisten, te persiguen y hasta casi quieren llevarte en brazos a algunos de los locales que los tienen en nómina. Algo que suele ocurrir cada vez que voy al cine o paseo por allí es que uno de estos jóvenes pescadores de clientela me suelta la retahíla de locales que hay en el lugar, pescando con red: “¡hostess, este, oppai pub, soap land, massage, no pants!” Una oferta que parece no tener fin y sorprendería a cualquier escritor de lo absurdo.

Me explico: recientemente detenían al dueño de un “club de origami” que no era más que un local en el que muchachas menores de 18 años y vestidas de colegiala hacían grullas de papel que colocaban entre sus piernas abiertas para que el cliente pudiera verlas a través de un espejo.  El local había conseguido la licencia al registrarse como un “club”, pero era un establecimiento de otra naturaleza. Hace un año también cerraban otro local en este mismo barrio en el que el cliente pagaba por oler la ropa de menores de 18 y recibir una bofetada de ellas, eso sí, por un precio extra. Ejemplos como estos aparecen continuamente, y la mente del empresario que trabaja en el mercado de la carne es una máquina de ideas extravagantes.

Pero también hay espacio para la gente que hace la calle y los proxenetas que se enriquecen con ello. En las zonas más oscuras, delante del barrio coreano y en la ruta hacia el sitio en el que viví hasta 2013, estaban siempre esperando en la sombra unas señoritas de más 30 y menos de 40, inequívocamente filipinas, que me saludaban al pasar. Un pequeño gesto que no es de cortesía y que hay que ignorar por completo, ya que al devolver el saludo comienza la persecución, y uno se verá obligado a declinar una y otra vez el “masaje saludable” que estas señoritas ofrecen al transeunte, a veces de forma desesperada.

Reclutadores con pelazo

El mercado de la carne de Kabukichō no es sólo para el público masculino, sino también para el femenino. Los clubs de ikemen (buenorros) son también parte de este barrio, y tienen su clientela, aunque en muchos casos no se trate de prostitución sino de compañía de bar. Los encargados de reclutar a jóvenes suelen pasearse por el lugar con su peculiar estilo que parece salido de un manga. Seres hasta cierto punto andróginos con pelazo, o con un punto rudo o yanki  que esperan a cualquier hora del día por el lugar. Una mañana me crucé con un grupo que intentó reclutarme, porque también buscan a extranjeros, y trataron de poner delante de mi la zanahoria del dinero fácil. No hace falta decir que es la forma más rápida de conseguir que te den una patada y te expulsen del país, especialmente si eres estudiante.

Puede que las turistas estén interesadas en acudir alguna vez a uno de estos locales como diversión. No voy a desanimar a nadie si tiene la intención de hacerlo, ya que en muchos de estos sitios no hay más que unos cuantos chavales trajeados, maquillados y perfumados, una versión masculina de las hostess. Pero sugiero volver a leer el punto referente al bottakuri.

No todo Kabukichō es el Robot Restaurant

Desde 2012 ha tenido cierto éxito el Robot Restaurant, un establecimiento que empezó con un espectáculo erótico-rancio-festivo de robots, y que luego se ha reforzado con dinosaurios y otros elementos que lo han convertido en una de las diversiones kitsch para los turistas. Siendo, como es, la entrada algo cara y la comida bastante horrible, lo que de verdad interesa del lugar es ver el ruidoso show que difícilmente se borrará del cerebro del espectador. Pero este local es una excepción en medio de unas calles que acogen una realidad que no podemos ignorar. Y me estoy refiriendo al tráfico humano y la corrupción de menores.

En Kabukichō también hay mujeres de distintas nacionalidades, especialmente china, coreana y filipina, que trabajan atrapadas por las mafias que controlan este tipo de negocios. Muchas menores también son convencidas a través de la promesa del dinero fácil y de los regalos caros para trabajar en el negocio de la prostitución, sea cual sea su forma. Algunas series y programas de televisión tratan de envolver en un aura de encanto a este tipo de negocios, eliminando del discurso la parte turbia de muchos de los establecimientos que existen en el lugar y las circunstancias vitales y laborales de las personas que han terminado trabajando allí.

Para el visitante extranjero también se ha convertido en el lugar en el que caminar entre risas y a veces algo de sonrojo. Parece además que, aunque socialmente aceptado, de cara a la galería existe una especie de censura moral sobre las personas que en algún momento de su vida han hecho dinero trabajando en Kabukichō, y en particular para las mujeres que han sido hostess. Es un ejemplo más de las luces y sombras tan radicales que la sociedad tokiota muestra en su fotografía de grupo, y que este Valhalla del desenfreno deja al descubierto como una amalgama de esos bajos instintos que son inseparables de la naturaleza humana y trascienden fronteras.

Kabukichō, la luz y la carne

Terrorismo en Japón: los ataques con gas sarín de 1995

Cuando cualquier visitante acude a Japón, una de las cosas que  más le sorprende es la ausencia de papeleras en la calle. Si preguntamos sobre la razón de esto, probablemente la respuesta que obtengamos es que se han suprimido muchas papeleras para evitar ataques terroristas. Pero, siguiendo la historia reciente de Japón, podemos comprobar que no han existido casos de terrorismo internacional que puedan enlazar con los atentados de Londres, Madrid o Nueva York. Realmente, la amenaza terrorista en Japón ha surgido normalmente desde dentro, con casos como el del Rengōsekigun 連合赤軍, la Unión del Ejército Rojo de ideales comunistas; el grupo de ultraderecha Seikijuku 正氣塾, que desde 1981 ha protagonizado numerosos actos violentos; y el más importante de todos, del cual vamos a hablar en esta ocasión: el de la secta anteriormente conocida como Aum Shinrikyō オウム真理教.

El lunes 20 de marzo de 1995 la secta de la Verdad Suprema (Aum Shinrikyo), atentó en varias estaciones del metro de Tokio, en los recorridos de las líneas Chiyoda, Marunouchi y Hibiya. Estas líneas atraviesan todo el centro de la capital y conectan con el barrio en el que se concentra el poder estatal, Kasumigaseki.

Por aquel entonces era corresponsal del diario El País Ramón Mantecón, quien describió cómo sucedieron los hechos. A las 7.59 de la mañana, entonces hora de grandes desplazamientos y aglomeraciones, Ikuo Hayashi, Ken’ichi Hirose, Tōru Toyoda, Masato Yokoyama y Yasuo Hayashi  se deslizaron en los vagones del metro de Tokio ataviados con mascarilla. Algo habitual en Japón, y que no levanta sospechas entre los pasajeros. Sí parecía extraño, no obstante, los guantes de plástico que cubrían los brazos de estas personas, la bolsa de plástico envuelta en papel de periódico y el paraguas, algo nada habitual en la mañana víspera del solsticio de primavera.

En pocos minutos esos hombres agujerearon las bolsas, y un líquido comenzó a deslizarse por el suelo del vagón de metro. A los 15 minutos el líquido, que se evapora y se mezcla con el aire,  comienza a afectar a los pasajeros. Vómitos, asfixia, ceguera… Es el efecto del gas sarín con el que los miembros de la Verdad Suprema cometen el atentado. Un gas 20 veces más mortal que el cianuro de potasio. El jefe de la estación de Kasumigaseki recoge uno de los paquetes de un vagón de metro con sus manos desnudas, y cae desplomado casi al instante. El gas sarín penetra en el cuerpo a través de la piel y los pulmones, rompiendo las defensas del organismo y provocando una crisis nerviosa.

En total, seis personas murieron en menos de 20 minutos en el metro de Tokio, y otras tantas en los hospitales, dejando 13 fallecidos en total. Más de 5.400 personas fueron intoxicadas.

Aunque todo apuntaba a la secta religiosa de Shōkō Asahara, en un principio negaron los atentados. No obstante, varios meses antes se había oído a este líder hablar del gas sarín en varios de sus sermones. Además, se habían encontrado varios compuestos necesarios para la elaboración de este gas en las instalaciones que la secta poseía en Kamikuishiki. Aunque oficialmente no se había reconocido que Asahara estaba siendo investigado y que se sospechaba de él, la prensa sensacionalista sí había dado cuenta de ello, debido a la presunta implicación que éste había tenido en otros incidentes. Este atentado no fue el primero, en 1994 la policía japonesa dejó sin resolver la muerte de siete personas en la ciudad de Matsumoto, en la provincia de Nagano, tras un ataque con el mismo gas.

Este hecho puso de manifiesto la debilidad de la sociedad democrática y de las grandes ciudades ante el ataque de sectas religiosas fundamentalistas o de grupos terroristas. Los atentados tuvieron una repercusión mundial. También Nueva York y Washington aumentó la vigilancia en los subterráneos.

La CIA ya había experimentado la debilidad del metro de Nueva York en los años cincuenta, introduciendo un colorante no tóxico que fácilmente se propagó por los sistemas de ventilación. Este experimento fue la inspiración de una novela de Gordon Thomas escrita en 1990, Perfume Mortal. El desarrollo de esta novela tenía similitudes con los atentados de Tokio. Igualmente, estos ataques inspiraron la novela Salto Mortal (Chūgaeri), del premio Nobel japonés Kenzaburo Oe; y el libro Underground de Haruki Murakami, en el que se discute la repercusión de estos ataques en la psique japonesa.

La secta de Asahara reunía a 10.000 fieles en Japón, 20.000 en Rusia y otros tantos en Nueva York, Bonn, y en Sri Lanka. Su nombre, Aum Shinrikyō, deriva del término hindú Om, que representa el universo, y de la expresión que se escribe con los caracteres Shin (verdad), Ri (razón, justicia), y Kyo (fe, doctrina).  Esta secta toma influencias del hinduismo y del budismo por la rama Theravada, Mahayana y Vajrayana. Nació a partir de la celebración de varios seminarios sobre Yoga que eran el pretexto para hablar sobre la espiritualidad, unos seminarios que hoy también están siendo la puerta de entrada a las sectas hermanas de la Verdad Suprema. En 1987 el grupo de Asahara obtuvo el estatus oficial de religión de manos del gobierno japonés. A partir de entonces fue creciendo el número de fieles, en su mayoría estudiantes, que eran captados a la salida de las estaciones de metro mediante preguntas trascendentales sobre el ser humano.

Shōkō Asahara, cuyo verdadero nombre era Chizuo Matsumoto, se convirtió en líder de esta secta en 1986, tras unos ejercicios espirituales en el Himalaya. Asahara predicaba que el fin del mundo tendría lugar en 1997, tras una última guerra mundial. En la personalidad y la historia de Asahara hay muchos puntos aún por discutir. Antes de cometer los actos por los que finalmente fue condenado, aseguraba que había mantenido contacto directo con el Dalai Lama, hecho que ayudó a su secta a ser reconocida como religión en Japón. En el juicio contra él fue acusado de 27 asesinatos, y encontrado culpable de 13 de los 17 cargos a los que se enfrentaba, entre ellos de otros casos como el ‘incidente Matsumoto’ y el asesinato de la familia Sakamoto.

No obstante, su juicio no estuvo falto de puntos oscuros. El proceso, que fue titulado por los medios sensacionalistas japoneses como «El juicio del siglo», fue criticado por la organización Human Rights Watch porque el abogado más preparado para la defensa de Asahara, Yoshihiro Yasuda, fue arrestado y acusado de obstruir y retrasar el juicio para así evitar que el líder de la secta fuese condenado a la máxima pena posible, por lo que se le impidió participar en la defensa.

Finalmente, el 27 de febrero de 2004 Asahara fue condenado a morir en la horca. Hoy, 20 años después del atentado, el anterior gurú del la Verdad Suprema aún no ha sido ejecutado. Aunque en 2006 se trató de recurrir la sentencia apelando a una supuesta enfermedad mental, la corte japonesa se mostró inamovible en su decisión. En cuanto a la secta, después de los atentados abandonó Japón para instalarse en Rusia, cambiando su nombre por el de Aleph, la primera letra el alfabeto hebreo. Hoy existen en Japón dos sextas hermanas de la Verdad Suprema que vuelven a estar bajo la vigilancia estricta de las autoridades, o al menos eso es lo que se dice.

El 20 de marzo de 2015 es el 20 aniversario de este acto deleznable. Sin embargo, en Kasumigaseki todo parece tranquilo. Los medios recuerdan los horrores y peligros de este tipo de sectas que, lejos de haber caído en el olvido, hoy vuelven a introducir sus raíces en una sociedad a la deriva.

Encontramos en Youtube un interesante reportaje sobre esta secta (inglés):

Terrorismo en Japón: los ataques con gas sarín de 1995

La televisión japonesa, sus programas de variedades y yo

Tras mi regreso a España en 2009 después de pasar nueve meses en Japón con una beca me dediqué a ver programas de la televisión japonesa, especialmente de humor e informativos, para que mi oído no perdiera la costumbre con el idioma. El resultado fue excelente, y no solo resultó ser una ayuda para seguir manteniendo el nivel de comprensión auditiva que había adquirido, sino una de las mejores herramientas para sumergirme en las profundidades del idioma, en la forma en la que la gente habla y en las expresiones reales de la calle.

En los años que estuve en España antes de volver a Japón en 2012, la imagen que tenía de la televisión japonesa no era del todo mala: divertida, educativa, informativa, extravagante, y de una calidad técnica insuperable. Bendita ignorancia.

En el verano de 2012, poco después de llegar a Japón, empecé a trabajar en una empresa de “investigación para medios”. A decir verdad, al principio me pareció interesante el nuevo reto. Trabajar para la televisión japonesa, en algo relacionado con los medios de comunicación, era lo mejor que podía hacer teniendo en cuenta que entonces las alternativas se concentraban en el sector de la hostelería.

Recuerdo mi primer día de trabajo. Llegué trajeado a la oficina esperando un poco de formación o algunas pautas. Nada de eso ocurrió. Me sentaron en un pequeño escritorio en una oficina gris, con mesas grises y paredes grises, y allí empecé a buscar contenidos para un programa desconocido y a traducir del inglés al japonés como buenamente podía, tratando a duras penas de encadenar oraciones en japonés, y lo que es más importante, lograr que fueran comprensibles, sobre los pantanos de Iraq, el deshielo y los osos polares o el lago Victoria entre otras cuestiones globales. Poco a poco fui descubriendo que todos esos datos formaban parte de una oferta de contenidos para un programa de televisión de una de las grandes cadenas nacionales. Contenidos que se emitirían un año después si nuestra oferta convencía a los productores de dicho espacio.

Esta forma de trabajar me parecía extraña. Corríjanme ustedes, pero normalmente en España son las mismas productoras las que tienen a redactores para esas labores, y no es ninguna empresa externa la que se encarga de buscar, simplemente buscar, posibles contenidos (neta es la palabra que se utiliza en japonés) o datos. Dudas aparte, mientras mi trabajo consistiese en buscar datos interesantes y traducir al japonés, no solo sería una labor entretenida, sino también un método de estudio de lo más interesante.

Mi ilusión apenas duró un par de semanas, y mentiría si no dijera que pensé en poco tiempo que me había equivocado al elegir ese trabajo (mis dudas se despejarían al recibir la primera nómina, mi error había sido superlativo). De un programa interesante pasamos a contenidos más frívolos, a buscar basura sensacionalista para alimentar la cloaca de la industria del entretenimiento en Japón.

Del desierto del Gobi y la contaminación de los acuíferos de la India pasamos a la parada de los monstruos, historias de vida y milagros, supersticiones y numerosas quimeras. No pasó mucho tiempo antes de que me encargaran buscar los contenidos más absurdos e imposibles, siempre bajo las palabras mágicas que hacen oro en la televisión japonesa: kandō (emoción), naku (llorar), namida (lágrima), sexy, kiseki (milagro) y kawaii (mono). Estas palabras se repiten como un sutra en los numerosos Baraeti bangumi (programas de variedades) que hay en la parrilla televisiva en Japón, donde hacen su ronda famosos y humoristas sentados en taburetes en platós rococó kawaii. La idea es sencilla: despertar sentimientos en el espectador de la manera más efectiva e incluso burda, siendo el objetivo último la lágrima.

Y eso los productores de televisión en Japón se han acostumbrado a hacerlo a toda costa. Los contenidos de estos programas, y su excelente ejecución técnica, funcionan como una bola de demolición que golpea sin contemplaciones el humor de los telespectadores para hacerles llorar o provocarles una sorpresa libre de escepticismo. Una fórmula que funciona tan bien que hoy numerosas series, películas y por supuesto programas de variedades se anuncian con las palabras kandō, namida o naku, prometiendo al espectador esas emociones precocinadas con primerísimos primeros planos de una lágrima deslizándose camino abajo por la mejilla desde el párpado de alguna chica mona.

Con el tiempo he observado que lo que en principio debió surgir como un reclamo, hoy se ha convertido en todo un ejemplo del condicionamiento pavloviano. Hoy hacer llorar al espectador japonés es relativamente sencillo, y me atrevería a decir que es ridículamente fácil hacer llorar a las mujeres japonesas (y a muchos hombres también) que más se exponen a este tipo de programas, como por otra parte han demostrado a veces algunos programa de televisión que realizan encuestas a pie de calle.

Este interés por la lágrima ha invadido también al periodismo, hasta tal punto que la búsqueda del los ojos lagrimosos de un personaje público son una constante en las ruedas de prensa y entrevistas en las que se trata un tema delicado, con infames ejemplos en prensa como el de la portada del Nikkan en la que la mayor parte de la página está ocupada por el rostro de la científica Obokata Haruko con los ojos inundados y vidriosos.

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La infame portada.

El problema viene cuando hay una excesiva demanda de este tipo de contenidos. La voracidad de los productores de programas de variedades hace que las peticiones sean cada vez más específicas: historias de niños enfermos terminales salvados milagrosamente por sus mascotas, historias de peticiones de matrimonio sorprendentes y poco convencionales que terminasen en fracaso, historias reales (así se me pidió, literalmente) de fenómenos paranormales sin explicación, historias de personas con una vida trágica y al borde de la muerte que lograron convertirse en deportistas de élite y ser reconocidos mundialmente, etc.

Todas estas peticiones son reales. Para esta tarea los tabloides británicos eran una auténtica cornucopia en algunos casos, aunque en otros encontrar este tipo de historias (no una, sino varias)  era un asunto objetivamente imposible desde el principio. Unos contenidos, además, que los “talentos” de la televisión presentan como conocimientos o búsquedas originales, pero que no son más que el trabajo de numerosas empresas como aquella en la que me tocó trabajar durante nueve meses, que compiten entre sí para ganarse el favor de los productores con sus habilidades para encontrar historias curiosas en Internet y tomarlas prestadas.

Este y otro tipo de tareas me descubrieron el verdadero alimento de la industria del entretenimiento y el auténtico rostro de la televisión japonesa, que dejó de ser interesante para mi cuando ya no pude más que verla de manera desapasionada, como quien descubre el truco del prestidigitador. Los programas de variedades, algunos de ellos alimentados por el fenómeno “idol” del que debo escribir otro día, se han revelado ante mi como un instrumento agresivo para la manipulación de los sentimientos. Unas lágrimas y emociones fingidas que sin embargo tienen una influencia muy importante en la forma en la que los japoneses afrontan la vida como sociedad y de manera individual.

Aunque no todo es malo en la televisión japonesa. Este no ha sido más que un intento por presentarles algo de lo que hay detrás de los programas de variedades. A decir verdad, lo habitual es encontrarse con programas de famosos comiendo y asegurando que todo está delicioso mientras una cámara hace zoom sobre un humeante trozo de comida.

Ya tendré tiempo de contarles próximamente otros aspectos de la televisión japonesa. Me quedo mientras tanto con la calidad de algunos programas infantiles, la posibilidad de aprender idiomas en la NHK, los cursos de go y shōgi, los debates políticos y de actualidad, y cómo no, los humoristas que me ayudaron con sus ocurrentes comentarios a mejorar mi conocimiento del japonés.

Televisores tirados en un lugar de Shinjuku.
Televisores tirados en un lugar de Shinjuku.

La televisión japonesa, sus programas de variedades y yo

Una mañana cualquiera en mi punto del paralelo 40

Una mañana en mi espacio del paralelo 40 empieza normalmente a las 6:00 en mi pequeño apartamento, al encenderse el televisor y clavar en mis oídos la sintonía del informativo de la NHK que comienza. En esta ocasión abre repitiendo lo mismo que anoche conocíamos del periodista japonés secuestrado por ISIS, Kenji Goto, cuyo destino se anuncia hoy. Mi cuerpo no está del todo dispuesto a despertar del último sueño, pero mientras cambio de postura e intento calcular el tiempo para poner los pies en el suelo, relajado y reacio, la información se va filtrando en mi cabeza. Todo se mezcla con el tornado de Syriza y la ultraderecha, los nudos que hasta ahora atan a Podemos a su homólogo griego, el accidente de un avión militar en Albacete y lo que calculo que el día dará de sí.

Luego hago todo lo que uno debe hacer hasta que se pone los zapatos, con la sensación de haber escuchado las mismas noticias de ayer, a excepción de los consejos y promociones para amas de casa que preceden a la información meteorológica, lo más importante, y a la sintonía del drama matinal que me advierte con absoluta puntualidad que ha llegado la hora de tomar el metro.

La imagen de una metrópolis no es un horizonte en el que se recortan altos edificios, sino un pasillo lleno de hombres y mujeres trajeados con la mirada fija en la pantalla de un smartphone, arrastrados como en un encierro de tren en tren, de estación en estación, caminando, como caminan en Tokio, marcando el sonido de la letanía de los zapatos en hora punta. Quien no sepa de lo que hablo debe ir a la estación de Shinagawa un día laborable cualquiera a las 9:00 AM.

Luego llega la lucha por el espacio en el metro, que uno soporta, como todos, en silencio y apretando el maletín contra el cuerpo, observando con ira interior, cosa que ya es costumbre, como algún japonés obliga a abrir las puertas del vagón una y otra vez en su intento de conquistar un espacio inexistente, algunos con cara de terror ante el segundo de incertidumbre que acompaña al sonido de las puertas al cerrarse.

Entonces me acuerdo de España, donde existe una mayoría ajena a este espectáculo. Y en el absoluto silencio del viaje recuerdo las charlas en el autobús y el metro en Madrid, Huelva o Sevilla, donde no hay silencio porque se habla, y se habla de casi todo. Hoy, imagino, de Gareth Bale y Cristiano Ronaldo, Pablo Iglesias y Rajoy, Belén Esteban y Kiko Rivera.

Aquí no hay nada de eso. No hay una charla cercana, entre amigos o compañeros, sobre lo que sucede en España o lo que está por venir. No hay nadie pontificando sobre los peligros de votar o no votar a tal o cual partido. A nadie le importa. Y cuando me bajo en mi estación, Kasumigaseki, pienso en las andaluzas (las elecciones), y en que estoy solo ante la actualidad de mi propio país, lejos, y que nada de lo que sucede en Japón es comparable a lo que está viviendo Europa.

Entonces es cuando vuelven las ganas de escribir. Vida en Marte se convierte en Cartas desde el paralelo 40, y la madrugada en la radio española me acompaña durante el comienzo de otro día de trabajo. Siempre hay algo interesante que traducir, revisar y editar. Es privilegiada, esta vida que llevo.

Panel en el Hotel Okura de Tokio.
Panel en el Hotel Okura de Tokio.

Una mañana cualquiera en mi punto del paralelo 40

En torno a la historia de la protesta laboral en Japón y el futuro de España

Recientemente, en España, el FMI ha vuelto a pedir que se rebajen los salarios y se abarate el despido. La CEOE, por su parte, ha lanzado al viento a través de uno de sus rottweilers la sugerencia de limitar los días de permiso por fallecimiento de un familiar a menos de cuatro días. En general, la línea que persiguen estos mensajes fragmentarios y esporádicos es la misma: la imposición de la inseguridad y el miedo entre los trabajadores para obtener su sumisión, para que así el empresario no tenga que hacer frente a protestas en el futuro. La estrategia es tan sencilla como multiplicar cada cierto tiempo los mensajes, hasta que llegue un momento en el que el ciudadano medio no sepa exactamente dónde están las líneas rojas, qué se ha legislado, qué es motivo de despido y qué no, y a qué tiene derecho. Todo por el bien de la economía, sin explicar exactamente cómo ayuda eso a la economía.

Pienso esto porque suelo leer la historia de otros países, y porque estoy convencido de aquello de «las barbas de tu vecino». No son pocas las referencias a la crisis financiera del Japón de los años 90 cuando se habla de la actual crisis económica en Europa. A pesar de haber profundas diferencias entre ambas, tanto estructurales como culturales, pienso que hay ciertos aspectos que sí son extrapolables. Entre otros, cómo se prepara el terreno para mitigar esas «molestas» protestas laborales.

Esta semana me he topado en The Japan Times con un artículo de Hifumi Okuniki, profesora de derecho laboral y constitucional de la Universidad de Daito Bunka, en el que describe de una forma muy interesante cómo poco a poco los trabajadores japoneses fueron «privados» incluso del derecho legal a protestar mediante la colocación de un simple brazalete con lema en sus mangas. A pesar de que recomiendo a todos los interesados leer los artículos de la profesora Okunuki, quiero analizar este escrito en concreto.

De manera resumida, el artículo comenta que en 1967, en el caso de la Oficina de Correos del distrito de Nada, en el que los trabajadores vistieron brazaletes pidiendo aumentos salariales, la justicia falló a favor de los empleados al asegurar que ese tipo de protesta no interfería con el cumplimiento de las tareas en el centro de trabajo. En cambio, en 1973, las cosas fueron distintas para los trabajadores agrupados en el sindicato ferroviario Kokuro, en el caso de las protestas de la sección Seikan que cubría las rutas de Aomori y Hakodate. Las justicia de Sapporo concluyó que los trabajadores «deben concentrar toda su energía física y mental en la consecución de sus obligaciones laborales, y que por tanto no se puede permitir ninguna acción física o mental fuera de esas labores». Se establecía en ese momento el «principio de devoción al trabajo», en japonés Shokumu sennen gimu.

Según este principio, cualquier acción asociativa o lema sindical distrae de esa obligación con la empresa, algo inaceptable. Esto ocurrió en una empresa pública, pero poco después se trasladó al sector privado con el caso del Hotel Okura en 1982, donde a pesar de que en un primer momento la justicia dio la razón a los trabajadores, el máximo órgano judicial de Japón sentenció posteriormente en contra de ellos, y añadió que los brazaletes eran una señal de desobediencia a la dirección del hotel y una falta de respeto hacia los clientes.

Aunque no hubo unanimidad en la jurisprudencia sobre esta sentencia, el caso quedó grabado a fuego en la mente de la clase obrera japonesa. Por ello, tal como afirma Okunuki en su artículo, hoy día apenas se ven protestas laborales en Japón y muchos trabajadores evitan utilizar el famoso brazalete. Cabe recordar que no es porque esté prohibido, al contrario. El artículo 28 de la Constitución de Japón ampara las protestas al afirmar que «se garantiza el derecho de los trabajadores a asociarse y a negociar y actuar de manera colectiva». Es decir, la sentencia del caso Kokuro Seikan y el principio de devoción al trabajo van en contra de la misma constitución y del propio Acta de Asociación Sindical de 1949.

Por otra parte, buscando en el archivo de Nippon.com sobre este tema, descubro este artículo del experto en derecho laboral Minagawa Hiroyuki sobre el declive en el número de huelgas en Japón en las últimas décadas. Según Minagawa la estrategia del shuntō, u «ofensiva de primavera», por la que las negociaciones salariales se ven limitadas a un corto espacio de tiempo entre el fin del antiguo año fiscal y el comienzo del nuevo, ha evitado que se produzcan desacuerdos entre patronal y sindicatos al tener ambas partes que ceder terreno debido, precisamente, a la falta de tiempo. Otra razón que cita es el sistema de rōshi kyōgi (consultas entre patronal y empleados), por el que el sindicato de empresa y la dirección comparten información continuamente para la obtención de acuerdos con mayor facilidad y flexibilidad.

En este punto, hay que añadir que en Japón son mayoría los sindicatos de empresa, o lo que en España se tildaría de «sindicatos amarillos», y que el sindicalismo de clase o regional apenas tiene fuerza y es por tanto prácticamente imposible organizar una gran movilización laboral de carácter general. En definitiva, la solidaridad entre trabajadores se limita al ámbito de la propia empresa, y la segmentación de la clase obrera (si es posible reconocerla como «clase» en Japón) es absoluta. Y aquí entra un cuarto punto que es de vital importancia, y es que desde 1946, con la ocupación americana, los movimientos asociativos y las huelgas de funcionarios públicos están prohibidas. Los funcionarios quedaron excluidos del derecho a la asociación colectiva. Por consiguiente, un elemento aglutinador y una masa crítica como es el funcionariado quedó desmovilizado por ley.

Minagawa concluye que esto explica por qué en Japón no se han producido grandes manifestaciones tras la quiebra de Lehman Brothers y el inicio de la aguda crisis financiera mundial. Y en realidad, opino que este conjunto de hechos han convertido a una sociedad japonesa animada a la protesta en los años 50 y 60 del siglo XX, en una sociedad encerrada en el círculo vicioso de la obediencia ciega y el desinterés por la política en este siglo, en comparación con otras naciones del mundo.

Y todo esto se ha conseguido a partir de la primera crisis del petróleo, en los años 70, que también afectó a Japón. Se ha logrado golpe a golpe mentando al dios de la productividad, con la ayuda del poder legislativo a veces, pero sobre todo gracias al fracaso de protestas legítimas mediante la intervención del estado, contraviniendo lo recogido en la constitución. Y a pesar de todo, Japón ha mantenido unas condiciones laborales y salariales aceptables y dignas en muchos casos, aunque eso no quiere decir que la situación no esté empeorando en la actualidad con el pretexto de la nueva y a la vez antigua crisis. Obviamente, la asignatura pendiente de Japón ha sido y será la conciliación de la vida familiar y laboral.

Y esto me lleva a España, donde empecé. Opino que este mismo mensaje por el que se criminalizan los derechos laborales está siendo utilizado frecuentemente como estrategia para llevar a la población a ese estado en el que uno no sabe exactamente dónde empiezan y dónde acaban sus derechos laborales. Un estado en el que un falso principio de devoción por el trabajo, que será obtenido a través de la inseguridad y del miedo y quién sabe si en connivencia con el estado, se convertirá en la mejor fórmula para asegurar una alta productividad a cualquier precio. Porque cualquier herejía ante el dios de la productividad se castigaría con el despido.

Esto que no me preocupa tanto en Japón, ya que al ser una cultura distinta existen otro tipo de lazos de solidaridad, me quita el sueño cuando pienso en mi país, donde una hegemonía de los sindicatos de empresa sería igual a la ruptura de los movimientos asociativos de trabajadores que trasciendan el ámbito del centro de trabajo, y donde una niponización de las relaciones laborales conduciría poco a poco, con el fin de esta crisis (porque habrá otras), a la segmentación de la clase trabajadora y a la ruptura de los vínculos de solidaridad social.

Y, sinceramente, no creo que España vaya a alcanzar unos índices de renta media y poder adquisitivo ni siquiera semejantes a los del Japón post-burbuja. Si acaso, la clase media, amplia en este país, quedará cada vez más reducida y desdibujada.

Esta es mi opinión, por supuesto. Pero nunca viene mal pensar en la historia de otros países para reflexionar sobre el futuro de nuestra propia y herida nación.

Artículo en Nippon.com: ¿Por qué ya casi no hay huelgas en Japón?

Artículo en The Japan Times: Why workers can no longer wear their demands on their sleeves

Acta de Asociación Sindical de Japón: Labor Union Act (PDF)

En torno a la historia de la protesta laboral en Japón y el futuro de España

La larga apuesta que me mantuvo en Tokio (tal vez)

Shōdoshima

A veces llegamos al límite, y no tenemos más margen que depender de la suerte, sobrevivir al lento desfile de la moneda en el aire. Y a veces, sólo a veces, cae la moneda y queda a la vista la cara conveniente, la que nos da el aliento y el pasaje a una vida mejor.

Cuando mi yo agorero, el que siempre habla mucho y no deja dormir, anunciaba que estaba viviendo sus posibles últimas semanas en Japón, surgió una oferta de trabajo que me llegó a través de un amigo. Si os soy sincero, al principio rechacé enviar mi currículum ya que prácticamente lo daba por perdido. Había acudido a demasiadas ofertas de trabajo, había enviado demasiadas cartas, y el lugar en el que trabajaba en ese momento a “tiempo parcial” me había quebrantado toda autoestima y voluntad.

Pero esa misma oferta me llegó a través de cuatro amigos más, y por algún motivo, volví a leer detenidamente los requisitos. Y en realidad, era perfecto. Era el tipo de trabajo que yo, desde mi época de universitario, había querido hacer. Trataba sobre Japón en una miríada de aspectos, involucraba traducción, redacción, y corrección. Permitía afrontar nuevas responsabilidades. Y además, ofrecía el visado. No lo dudé un momento: en el último intento por estar donde quería estar, tenía que pelear de todas las formas posibles para conseguir ese trabajo.

Mientras tanto, me encontraba viviendo de prestado calculando el poco dinero que me permitiría volver a España, para enfrentarme al abismo, si las cosas seguían yendo tan mal. Un día de abril, cuando no esperaba nada, recibí la buena noticia. Desde entonces mi ánimo ha dado la vuelta. Mi voluntad, herida entonces, sigue reforzándose desde entonces. Y mi vida poco a poco va cambiando no a mejor, sino a mucho mejor.

Ahora estoy muy contento y orgulloso de formar parte del equipo de Nippon.com, donde trabajo, aprendo y disfruto cada día de lo que hago.

Aún mi visado está en trámite, pero sospecho, o espero (mejor dicho) que este sea el comienzo de una nueva y buena vida en Tokio. Por mucho tiempo.

Y no ha sido lo único bueno que ha ocurrido:

– Se publicó mi crítico y algo cínico capítulo en el libro Tadaima de la editorial Taketombo, del que ya os hablaré en detalle otro día.

– Se emitió el anuncio en el que participé como extra, y al aparecer en primer plano un microsegundo, recibí una remuneración mejor de la que esperaba.

– Gracias a esa remuneración pude ir a Shodoshima, Naoshima, Okayama y Kurashiki durante la Golden Week.

– Conseguí la mayoría de votos en el concurso de Global Asia ‘Enfocando a Japón‘.

Y mi nueva vida comenzó.

Eso sí, en diciembre tengo que aprobar el JLPT N1, sí o sí. Esto no acaba aquí, sino que empieza. Ha sido suerte, sí. Pero también he tenido que pelear y aguantar mucho para poder lanzar esta moneda. He rozado el umbral, he mirado dentro, y he vuelto.

La larga apuesta que me mantuvo en Tokio (tal vez)

Florecen los sakura y las nuevas oportunidades

Esta mañana de 20 de Marzo de 2013 los sakura habían florecido. También llegan las lluvias. Y simbólicamente, al tiempo que el Japón gris y antipático del invierno se va quedando atrás, también llegan las nuevas oportunidades con el florecimiento del nuevo año fiscal que está al caer.

Se acerca la ofensiva de primavera, en la que en escasas dos semana sindicatos y patronal negocian las nuevas condiciones laborales, empresa a empresa, que tendrán los esforzados trabajadores nipones. Se inaugura el nuevo año escolar. Nace una nueva legión de salaryman y OL, muchos de ellos jóvenes comienzan su primer trabajo.

Y para que veáis que no todo está perdido, en los próximos 7 días tengo dos entrevistas de trabajo a las que voy motivado y con esperanza. Tal vez sea mi última oportunidad, y ya es mucho.

Cumpliendo con el espíritu del equinoccio, os dejo unas fotos del sakura que he capturado hoy en un paseo matinal, en los alrededores del Ōmiya Hachimangū 大宮八幡宮 antes de ir a trabajar. Sí, amigos, porque un servidor también trabaja en días festivos, como el de hoy en Japón.

Sakura 2013

Sakura 2013

Sakura 2013

Sakura 2013

Sakura 2013

Florecen los sakura y las nuevas oportunidades