Tras mi regreso a España en 2009 después de pasar nueve meses en Japón con una beca me dediqué a ver programas de la televisión japonesa, especialmente de humor e informativos, para que mi oído no perdiera la costumbre con el idioma. El resultado fue excelente, y no solo resultó ser una ayuda para seguir manteniendo el nivel de comprensión auditiva que había adquirido, sino una de las mejores herramientas para sumergirme en las profundidades del idioma, en la forma en la que la gente habla y en las expresiones reales de la calle.
En los años que estuve en España antes de volver a Japón en 2012, la imagen que tenía de la televisión japonesa no era del todo mala: divertida, educativa, informativa, extravagante, y de una calidad técnica insuperable. Bendita ignorancia.
En el verano de 2012, poco después de llegar a Japón, empecé a trabajar en una empresa de “investigación para medios”. A decir verdad, al principio me pareció interesante el nuevo reto. Trabajar para la televisión japonesa, en algo relacionado con los medios de comunicación, era lo mejor que podía hacer teniendo en cuenta que entonces las alternativas se concentraban en el sector de la hostelería.
Recuerdo mi primer día de trabajo. Llegué trajeado a la oficina esperando un poco de formación o algunas pautas. Nada de eso ocurrió. Me sentaron en un pequeño escritorio en una oficina gris, con mesas grises y paredes grises, y allí empecé a buscar contenidos para un programa desconocido y a traducir del inglés al japonés como buenamente podía, tratando a duras penas de encadenar oraciones en japonés, y lo que es más importante, lograr que fueran comprensibles, sobre los pantanos de Iraq, el deshielo y los osos polares o el lago Victoria entre otras cuestiones globales. Poco a poco fui descubriendo que todos esos datos formaban parte de una oferta de contenidos para un programa de televisión de una de las grandes cadenas nacionales. Contenidos que se emitirían un año después si nuestra oferta convencía a los productores de dicho espacio.
Esta forma de trabajar me parecía extraña. Corríjanme ustedes, pero normalmente en España son las mismas productoras las que tienen a redactores para esas labores, y no es ninguna empresa externa la que se encarga de buscar, simplemente buscar, posibles contenidos (neta es la palabra que se utiliza en japonés) o datos. Dudas aparte, mientras mi trabajo consistiese en buscar datos interesantes y traducir al japonés, no solo sería una labor entretenida, sino también un método de estudio de lo más interesante.
Mi ilusión apenas duró un par de semanas, y mentiría si no dijera que pensé en poco tiempo que me había equivocado al elegir ese trabajo (mis dudas se despejarían al recibir la primera nómina, mi error había sido superlativo). De un programa interesante pasamos a contenidos más frívolos, a buscar basura sensacionalista para alimentar la cloaca de la industria del entretenimiento en Japón.
Del desierto del Gobi y la contaminación de los acuíferos de la India pasamos a la parada de los monstruos, historias de vida y milagros, supersticiones y numerosas quimeras. No pasó mucho tiempo antes de que me encargaran buscar los contenidos más absurdos e imposibles, siempre bajo las palabras mágicas que hacen oro en la televisión japonesa: kandō (emoción), naku (llorar), namida (lágrima), sexy, kiseki (milagro) y kawaii (mono). Estas palabras se repiten como un sutra en los numerosos Baraeti bangumi (programas de variedades) que hay en la parrilla televisiva en Japón, donde hacen su ronda famosos y humoristas sentados en taburetes en platós rococó kawaii. La idea es sencilla: despertar sentimientos en el espectador de la manera más efectiva e incluso burda, siendo el objetivo último la lágrima.
Y eso los productores de televisión en Japón se han acostumbrado a hacerlo a toda costa. Los contenidos de estos programas, y su excelente ejecución técnica, funcionan como una bola de demolición que golpea sin contemplaciones el humor de los telespectadores para hacerles llorar o provocarles una sorpresa libre de escepticismo. Una fórmula que funciona tan bien que hoy numerosas series, películas y por supuesto programas de variedades se anuncian con las palabras kandō, namida o naku, prometiendo al espectador esas emociones precocinadas con primerísimos primeros planos de una lágrima deslizándose camino abajo por la mejilla desde el párpado de alguna chica mona.
Con el tiempo he observado que lo que en principio debió surgir como un reclamo, hoy se ha convertido en todo un ejemplo del condicionamiento pavloviano. Hoy hacer llorar al espectador japonés es relativamente sencillo, y me atrevería a decir que es ridículamente fácil hacer llorar a las mujeres japonesas (y a muchos hombres también) que más se exponen a este tipo de programas, como por otra parte han demostrado a veces algunos programa de televisión que realizan encuestas a pie de calle.
Este interés por la lágrima ha invadido también al periodismo, hasta tal punto que la búsqueda del los ojos lagrimosos de un personaje público son una constante en las ruedas de prensa y entrevistas en las que se trata un tema delicado, con infames ejemplos en prensa como el de la portada del Nikkan en la que la mayor parte de la página está ocupada por el rostro de la científica Obokata Haruko con los ojos inundados y vidriosos.
El problema viene cuando hay una excesiva demanda de este tipo de contenidos. La voracidad de los productores de programas de variedades hace que las peticiones sean cada vez más específicas: historias de niños enfermos terminales salvados milagrosamente por sus mascotas, historias de peticiones de matrimonio sorprendentes y poco convencionales que terminasen en fracaso, historias reales (así se me pidió, literalmente) de fenómenos paranormales sin explicación, historias de personas con una vida trágica y al borde de la muerte que lograron convertirse en deportistas de élite y ser reconocidos mundialmente, etc.
Todas estas peticiones son reales. Para esta tarea los tabloides británicos eran una auténtica cornucopia en algunos casos, aunque en otros encontrar este tipo de historias (no una, sino varias) era un asunto objetivamente imposible desde el principio. Unos contenidos, además, que los “talentos” de la televisión presentan como conocimientos o búsquedas originales, pero que no son más que el trabajo de numerosas empresas como aquella en la que me tocó trabajar durante nueve meses, que compiten entre sí para ganarse el favor de los productores con sus habilidades para encontrar historias curiosas en Internet y tomarlas prestadas.
Este y otro tipo de tareas me descubrieron el verdadero alimento de la industria del entretenimiento y el auténtico rostro de la televisión japonesa, que dejó de ser interesante para mi cuando ya no pude más que verla de manera desapasionada, como quien descubre el truco del prestidigitador. Los programas de variedades, algunos de ellos alimentados por el fenómeno “idol” del que debo escribir otro día, se han revelado ante mi como un instrumento agresivo para la manipulación de los sentimientos. Unas lágrimas y emociones fingidas que sin embargo tienen una influencia muy importante en la forma en la que los japoneses afrontan la vida como sociedad y de manera individual.
Aunque no todo es malo en la televisión japonesa. Este no ha sido más que un intento por presentarles algo de lo que hay detrás de los programas de variedades. A decir verdad, lo habitual es encontrarse con programas de famosos comiendo y asegurando que todo está delicioso mientras una cámara hace zoom sobre un humeante trozo de comida.
Ya tendré tiempo de contarles próximamente otros aspectos de la televisión japonesa. Me quedo mientras tanto con la calidad de algunos programas infantiles, la posibilidad de aprender idiomas en la NHK, los cursos de go y shōgi, los debates políticos y de actualidad, y cómo no, los humoristas que me ayudaron con sus ocurrentes comentarios a mejorar mi conocimiento del japonés.